lunes, 11 de julio de 2011

Destino

Indudablemente lo que esperaba era un milagro. Cuando recién me levanté observé sin asombro las máscaras aterrorizadas de mi madre y mi hermano. Tuve la desgracia de ver, también, como deseaban sin éxito remover la patética expresión de sus rostros para aparentar otra cosa. Entablar discusiones bizantinas ya no tendría ningún sentido: al fin y al cabo, ya estaba todo decidido y nadie, absolutamente nadie, iba a mover un pelo para cambiarlo. Sí. Ya sé lo que dicen. Dicen muchas cosas. A ver que piensan. Todavía no era capaz de comprender que pensaran que ignoraba la situación. Como si todo fuera poco, tenía que actuar yo también. Desayuné con cara de póker y realicé con prolijidad las preguntas monótonas. ¡Por algo no se habían dedicado al espectáculo! Creo que hasta tartamudearon cuando les pregunté: “¿Y? ¿Cuáles son las noticias de hoy?”. Perversamente disfrutaba de molestarlos. Si me iban a matar, ¿qué importaba? El pobre acá era yo. La lujuria se acabó cuando, al salir de la cocina, escuché los gemidos de mi madre. Me entristecí más aún cuando mi hermano la acompañó en sus lamentos. Pero ya no podía hacer nada más que actuar y seguir actuando. Tomé el 78 y me fui a trabajar, ¿qué más daba? Extrañamente todos me analizaban más, ¿tenía algo curioso? Cuando arribé a la Compañía la totalidad de mis compañeros me saludó con una falsa y modesta cordialidad. Las horas pasaron lentamente. Aunque no lo demostrara, el tic tac del reloj me asustaba. Esa mañana no pude realizar ninguna tarea de las encargadas. Si me iban a matar, ¿qué importaba? El jefe no se iba a enojar con un muerto. Al mediodía escuché esa ansiada y tenebrosa voz. Era especial. Era la última que iba a escuchar. Extrañamente, entré en pánico. Un pánico que jamás había experimentado. Una desesperación plena me envolvía a cada paso, más y más. Cuando abrí la puerta ya no existía la discreción: no había ni una cabeza que no estuviera apuntando hacia mí. Uno lo sabe, y lo saben todos. Intenté vanamente pensar en otra cosa. Imposible, claro. Me adentré por fin, temblando. Nadie sabía que estaba enterado, ¡ilusos! Mis pulsaciones se agitaban exasperadamente. Sufría yo. Nunca había planeado pasar por esto. Dirigí mi mirada hacia eso. Nada especial, bueno, nada especial en una situación ordinaria. Pero sabiendo que me iba a matar...
Quiso ganarse mi confianza, casi más me escarnecía. Todo pasó muy rápido por mi cabeza. Al lado mío estaba el florero, macizo, esperando para quebrarse en la cabeza de un potencial asesino. Y sí. Lo hice. Súbitamente tomé el florero y pronto escuchose el estallido. Cayó muerto el individuo. Salí como entré, esta vez con sentimientos innatos recorriendo mi sien. El tan solo hecho de observar esos rostros habría sido una buena causa para no morir. Es que estaban tan anonadados. Lo cómico era que no podían expresar palabra, pero tampoco girar su vista. Nadie podía comentarme nada. ¡Si yo nunca supe! Todos sabían que había asesinado al hombre, pero a nadie le importaba. Seguí trabajando ese día, haciendo caso omiso a las miradas sorprendidas de mis colegas. Creo que todos dudaban de su vitalidad, ¿estaban muertos ellos o vivo yo? Ansié locamente volver y abrazar fuertemente a mi madre y a mi hermano. ¡Pobres, debían estar tan entristecidos!
Llegué a la puerta de mi casa y toqué vibrando de demencia la puerta. Abrió la mujer alta y rubia, mi progenitora. Tenía lágrimas en los ojos y tuvo que pasarse el brazo por su cara para atenderme.
En medio de los fragmentos de taza hecha añicos, gritó ahogadamente y sólo se dedicó a examinarme con gran desconfianza. Sólo al cabo de unos minutos me susurró unas palabras ininteligibles, que luego gritó: “Estás, ¿estás vivo?”. Corrió a abrazarme. Ya no era necesario que actuara, estábamos felices. El reconocimiento con mi hermano fue similar, y no me defraudó. Por la noche, cuando fui a dormitar y mi madre me dio el último saludó, llegué a reconocer las palabras que musitaba ella para su otro hijo: “No se murió, el muy jodido.”.

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